Leer a Kafka da mal rollo. Hay grandes pesimistas, como Jonathan Swift o el autor del Eclesiastés, (incluso Samuel Beckett, muchas veces kafkiano), que nos muestran la estupidez de nuestra especie y la imposibilidad de ser mejores. Pero Kafka entronca con el “Libro de Job” y nos dice que el mundo no es una casa, sino una prisión, regida por una inteligencia inhumana. Es decir, ni siquiera somos cerdos en un corral, sino ratas en un laberinto (ese laberinto tan visitado luego por Borges).
Kafka es moderno. Nietzche, en el fondo, no es más que un sacerdote del paganismo, un adorador de los viejos dioses de la época clásica, un nostálgico. Construye su obra para borrar los efectos de la Ilustración y el cristianismo. Kafka es judío y su dios es Yahvé, el del Arbol de la Ciencia, el de Isaac, el de el Diluvio, el destructor de ciudades, el que se apuesta la vida de Job con el Diablo, el de El Angel Exterminador, el de “Yo Soy El que Soy”. Podríamos decir que Nietzche busca pelea con El Hijo, pero Kafka se atreve a meterse con su Padre, en su búsqueda de El Espíritu.
El Padre es inconmensurable y supremo. En torno a esas dos ideas, la de infinito y la de jerarquía, gira gran parte de su obra. Dios es el jefe absoluto que como consecuencia está ausente y es incomprensible. ¿Cómo podríamos comprender sus designios? A través del sometimiento a la más visible manifestación de la autoridad: el castigo. Ese es el tema de “En la colonia penitenciaria”.
El argumento es el siguiente: Un viajero (un posible representante de un país extranjero) de visita en una colonia penitenciaria es invitado por el nuevo comandante a presenciar una ejecución. Esta se efectúa mediante una máquina, inventada por el antiguo comandante ya fallecido, que mediante un sistema de agujas y tinta graba en la piel del reo el texto de la sentencia durante horas hasta que se produce la muerte. El oficial que maneja la máquina (aquí comienza el relato) intenta convencer al viajero de la belleza, la justicia y la necesidad de su uso, y le pide que interceda ante el nuevo comandante de la colonia, contrario a semejante herramienta de tortura, para que sigan suministrándole los fondos necesarios para su mantenimiento. Ante la negativa del viajero a hacerlo, el oficial se introduce en la máquina y muere de forma inmediata mientras ésta se descompone. El viajero abandona la isla dejando tras de sí un incipiente culto al antiguo comandante.
La banalización del dolor y la muerte y la utilización de los métodos de producción en serie del Ford T trasladados al exterminio de personas en los campos de concentración nazis, surgen en una primera lectura. Sin embargo, la esencia del relato, a juicio de este lector, se halla en éste párrafo (habla el oficial al viajero): “- ¿Comprende usted el proceso? El rastrillo comienza a escribir, cuando ha terminado con el esbozo de la inscripción sobre la espalda del hombre, la capa de algodón rueda y lentamente da la vuelta al cuerpo hacia un lado para ofrecer al rastrillo una nueva superficie. Mientras tanto, las partes que han resultado heridas con la escritura se ponen en contacto con el algodón, que, gracias a una preparación especial, corta inmediatamente la hemorragia y lo prepara para una nueva profundización de la inscripción. A continuación estos dientes que están al borde del rastrillo, mientras se continúa dando la vuelta al cuerpo, tiran el algodón a la fosa y el rastrillo tiene trabajo de nuevo. Así durante las doce horas, escribe cada vez más profundamente. Durante las primeras seis horas, el condenado vive casi como antes, sólo tiene dolores. A las dos horas se retira el fieltro porque el hombre ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en esta escudilla, que se calienta eléctricamente y que está colocada en la cabecera de la cama, se pone una papilla de arroz caliente de la que el hombre, si quiere, puede tomar la cantidad que consiga atrapar con la lengua. Ninguno deja de aprovechar la oportunidad. No sé de ninguno, y tengo una gran experiencia. Sólo a partir de la sexta hora pierden el gusto por la comida. Entonces, generalmente, yo me arrodillo aquí y observo este fenómeno. Raramente se traga el hombre el último bocado, sólo le da vueltas en la boca y lo escupe en la fosa. En este momento tengo que agacharme porque si no acabaría en mi cara. ¡Pero cómo se tranquiliza el hombre hacia la sexta hora! Incluso el más estúpido empieza a entender, comienza por los ojos, desde aquí se extiende. Un espectáculo que podría inducirle a uno a colocarse también bajo el rastrillo. No ocurre nada más, el hombre empieza solamente a descifrar la inscripción, aguza la boca como si escuchara. Usted lo ha visto, no es fácil descifrar la inscripción con los ojos, pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Es, sin duda, mucho trabajo, necesita seis horas hasta conseguirlo; pero entonces el rastrillo le atraviesa por completo y lo echa a la fosa., donde cae chapuzando sobre el agua ensangrentada y el algodón. Entonces se ha cumplido la sentencia, y nosotros, el soldado y yo, lo enterramos.”
El infierno que proporciona la máquina no es el de una cámara de gas: es un infierno personal.
Kafka es un maestro del estilo. Sus trucos no son evidentes. Logra ese clima inimitable de pesadilla mediante la omisión de algunos aspectos y el subrayado de otros, con la fuerza sistemática de una apisonadora. “¿Comprende el proceso?” Ese es el mayor anhelo del oficial, alcanzar y comunicar el conocimiento, la sabiduría. Siempre me he preguntado, ¿por qué tenía que morir Jesús? ¿No hubiera sido más sencillo decir: “Yo soy Dios por esto y por esto y esto es así y asá”. ¿Por qué hablar en parábolas y dejarnos como al principio? ¿Por qué tenía que morir?
La frase “una papilla de arroz caliente, de la que el hombre, si quiere, puede tomar la cantidad…” me parece tendenciosa e indigna de Kafka. No podemos elegir comer o no la papilla.
Magnífica ironía la de “Durante las primeras seis horas, el condenado vive casi como antes, sólo tiene dolores.”
Curiosa la belleza de esta frase, cual Baudelaire “no es fácil descifrar la inscripción con los ojos, pero nuestro hombre la descifra con sus heridas.” ¿Es el Cristo?
Me muero de miedo con esta parte: “¡Pero cómo se tranquiliza el hombre hacia la sexta hora! Incluso el más estúpido empieza a entender, comienza por los ojos, desde aquí se extiende. Un espectáculo que podría inducirle a uno a colocarse también bajo el rastrillo.” Los ojos son las ventanas del alma. El oficial finalmente cumplió su deseo y se puso bajo el rastrillo. Pero el cabrón de Kafka averió la máquina y le hizo morirse antes de comprender. La sentencia que el oficial había introducido en la máquina para sí mismo era: “Sé justo”.
Me muero de miedo con la sexta hora.